jueves, 27 de octubre de 2016

Guidaí



Bueno. Esto va así.
Recuerdo como solía saltar las líneas de las baldosas cuando era niño. Rojo, amarillo, ¿negro?
Eso no importa.
El año nuevo ha quemado ya mis calendarios. Yo sople las cenizas y les pedí más días, más años; como quién pide pan o fortuna a las plantas.
Esos almanaques incinerados me hicieron lo que soy hoy: un experto en timbres y frases amigables.
He dicho tantas veces “buen día”, que ya no recuerdo ninguna otra palabra.
Por ejemplo: Luana me dijo el otro día “te amo”. Fue horrible. Sabía que tenía que responder con lo mismo, o aunque sea con un patético “yo también”.
Pero le dije “buen día”, o aún peor: “Buen día, señora”
No creo que haga falta explicar porque no volvió a pasar por mi puerta.

No puedo detener mis pasos. El camino me ha dejado la inercia de mis infinitos.
La sonrisa estúpida de detergente.

No existe el cansancio. No en este pueblo de casitas flúo con persianas americanas.
Sigo tocando puertas. Insisto.
Los miro con estos ojos delineados. Con estos pantalones apretados.

Cómo decirle a él, que haría lo que fuera para volverlo a ver.
Romper todas las caras, renovar las esperanzas, llorar lágrimas de azúcar.
Y que llueva. Por favor, que llueva.
¡Qué se rompa el cielo, maldita sea!

Te espero. No tardes.




Mar de pestañas



¿Por qué, si somos distintos, no brota de los dos un híbrido de amor?
Choquemos nuestras copas llenas de Kalitrón.
Se acerca el día de la maldición.
Si no es ahora, ¿cuándo?
Si nos sos vos, ¿quién?
Es difícil seguir en pie y con los sueños intactos, mar de pestañas.
Vas a tener que aprender a mirarte. Quererte. Hacerte mimitos.
Ponerle nombre a mis tobillos, traficante de cariño.
Dealer de corazones,  no me quieras comprar con bombones.
Te voy a seguir soñando, tatuado y desnudo. Esas cosas me pasan a menudo.
Pero estoy bien, no te preocupes. Siempre encuentro atajos a los pozos en el campo de centeno.
Voy a seguir siendo yo hasta que pueda. O hasta que me lleve la muerte.

Porque los rastas también se bañan, te voy a regalar por el Día de los Caídos un set de gomitas de pelo y brochecitos, un labial de 24 hs y un delineador watherproof.
No te pongas base, sos hermoso así.
Ni rubor, el natural es mejor. Como cuando descubro ciertas cosas de las que no querés hablar y te ruborizas. Te asombra mi intensidad.
¿No vés que no paro?


No me rindo jamás.




Quetzalcoatl



Caminaba.
 Avanzaba mirando el suelo. Tratando de seguir a las hormigas; “ellas siempre trazan el camino”, pensó. Y las siguió.
Entre la espesa vegetación, el verde era lo único visible.
En su mente todo era verde: sus sueños, sus locuras…
Un pie detrás del otro. El sueño. El ave. La serpiente emplumada.
Se sorprendió cuando no pudo seguir avanzando. Podía sentir la piedra lastimando sus pies, y la necesidad de cederla.

El gris era raro. No supo que hacer. Levantó la vista, no sin antes deslumbrarse, no sin antes encandilarse. De majestuosidad y amarillo.
De entre lo verde salió, indicándole con la mirada que se acercara.
Abriéndole los brazos. Las alas.
Mostrándole su casa. Mostrándole una fila de extraños con expresiones preocupadas.
El suelo no se movía, el viento no movía nada. La piedra no cedía, pero seguía empujando.

Podía ver, ahora, como seguía ahí, como en su pecho resplandecía el ave majestuosa y la serpiente emplumada. Alas abiertas.
Hay que volar, se podría decir.
Hay que salir, se podría pensar.
No lo pudo evitar, lo tuvo que abrazar.
El abrazo cerrado, abrasador, llenó de colores su mente, llenó de sentido sus sueños.
Y supo, sin saber, el porqué de todo, donde estaba.
Y los extraños fueron familiares.
Y antes de caer, al piso, en los brazos de la muerte, logró el equilibrio.
Y cayó y murió.
Abrazado por el ave majestuosa.
Por el Quetzacoalt. Por el dios.