Bueno. Esto va así.
Recuerdo como solía saltar las
líneas de las baldosas cuando era niño. Rojo, amarillo, ¿negro?
Eso no importa.
El año nuevo ha quemado ya mis
calendarios. Yo sople las cenizas y les pedí más días, más años; como quién
pide pan o fortuna a las plantas.
Esos almanaques incinerados me
hicieron lo que soy hoy: un experto en timbres y frases amigables.
He dicho tantas veces “buen día”,
que ya no recuerdo ninguna otra palabra.
Por ejemplo: Luana me dijo el otro
día “te amo”. Fue horrible. Sabía que tenía que responder con lo mismo, o
aunque sea con un patético “yo también”.
Pero le dije “buen día”, o aún
peor: “Buen día, señora”
No creo que haga falta explicar
porque no volvió a pasar por mi puerta.
No puedo detener mis pasos. El
camino me ha dejado la inercia de mis infinitos.
La sonrisa estúpida de detergente.
No existe el cansancio. No en este
pueblo de casitas flúo con persianas americanas.
Sigo tocando puertas. Insisto.
Los miro con estos ojos delineados.
Con estos pantalones apretados.
Cómo decirle a él, que haría lo que
fuera para volverlo a ver.
Romper todas las caras, renovar las
esperanzas, llorar lágrimas de azúcar.
Y que llueva. Por favor, que
llueva.
¡Qué se rompa el cielo, maldita
sea!
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