Caminaba.
Avanzaba mirando el suelo. Tratando de seguir
a las hormigas; “ellas siempre trazan el camino”, pensó. Y las siguió.
Entre
la espesa vegetación, el verde era lo único visible.
En
su mente todo era verde: sus sueños, sus locuras…
Un
pie detrás del otro. El sueño. El ave. La serpiente emplumada.
Se
sorprendió cuando no pudo seguir avanzando. Podía sentir la piedra lastimando
sus pies, y la necesidad de cederla.
El
gris era raro. No supo que hacer. Levantó la vista, no sin antes deslumbrarse,
no sin antes encandilarse. De majestuosidad y amarillo.
De
entre lo verde salió, indicándole con la mirada que se acercara.
Abriéndole
los brazos. Las alas.
Mostrándole
su casa. Mostrándole una fila de extraños con expresiones preocupadas.
El
suelo no se movía, el viento no movía nada. La piedra no cedía, pero seguía
empujando.
Podía
ver, ahora, como seguía ahí, como en su pecho resplandecía el ave majestuosa y
la serpiente emplumada. Alas abiertas.
Hay
que volar, se podría decir.
Hay
que salir, se podría pensar.
No
lo pudo evitar, lo tuvo que abrazar.
El
abrazo cerrado, abrasador, llenó de colores su mente, llenó de sentido sus
sueños.
Y
supo, sin saber, el porqué de todo, donde estaba.
Y
los extraños fueron familiares.
Y
antes de caer, al piso, en los brazos de la muerte, logró el equilibrio.
Y
cayó y murió.
Abrazado
por el ave majestuosa.
Por
el Quetzacoalt. Por el dios.
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