jueves, 27 de octubre de 2016

Quetzalcoatl



Caminaba.
 Avanzaba mirando el suelo. Tratando de seguir a las hormigas; “ellas siempre trazan el camino”, pensó. Y las siguió.
Entre la espesa vegetación, el verde era lo único visible.
En su mente todo era verde: sus sueños, sus locuras…
Un pie detrás del otro. El sueño. El ave. La serpiente emplumada.
Se sorprendió cuando no pudo seguir avanzando. Podía sentir la piedra lastimando sus pies, y la necesidad de cederla.

El gris era raro. No supo que hacer. Levantó la vista, no sin antes deslumbrarse, no sin antes encandilarse. De majestuosidad y amarillo.
De entre lo verde salió, indicándole con la mirada que se acercara.
Abriéndole los brazos. Las alas.
Mostrándole su casa. Mostrándole una fila de extraños con expresiones preocupadas.
El suelo no se movía, el viento no movía nada. La piedra no cedía, pero seguía empujando.

Podía ver, ahora, como seguía ahí, como en su pecho resplandecía el ave majestuosa y la serpiente emplumada. Alas abiertas.
Hay que volar, se podría decir.
Hay que salir, se podría pensar.
No lo pudo evitar, lo tuvo que abrazar.
El abrazo cerrado, abrasador, llenó de colores su mente, llenó de sentido sus sueños.
Y supo, sin saber, el porqué de todo, donde estaba.
Y los extraños fueron familiares.
Y antes de caer, al piso, en los brazos de la muerte, logró el equilibrio.
Y cayó y murió.
Abrazado por el ave majestuosa.
Por el Quetzacoalt. Por el dios.



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